Coinciden
los aficionados que gustan de escudriñar en la intimidad “teórica” de la Fiesta
que los enemigos naturales del espectáculo son el tedio, la insatisfacción y el
vacío que, cuando así concluyen, dejan las funciones en el ánimo de los
espectadores.
El
contraste es notable: tan sólo basta con mirar a los parroquianos que llegan a la
plaza llenos de agitado nerviosismo, aliados a una esperanza que crece con
briosa animación, impulsados por el cálido aliento que expele el sano
optimismo, y si son partidarios de algún torero en especial hasta con ilusión,
y –luego- verlos cuando abandonan el circo una vez que fueron “sorprendidos”
por el aburrimiento (tedio, insatisfacción y vacío).
No
puedo contradecir a quienes afirman que la expectación, la agitación, y hasta
la “adivinación”, forman parte de la coreografía formal de la Fiesta. ¡Cuántos
baños me he dado en el vaporoso deleite de los chorros de animación y
entusiasmo de las tardes espectaculares!
Pero
como sucede con las manifestaciones que trascienden los estados emocionales,
cuando la alegría es tan deseada, y ésta no llega, -las manifestaciones- se
vuelven penas que, -poéticamente bañadas en lágrimas- dejan tan hondo vacío que
pareciera que el mar se hubiera evaporado. Es cuando lastimeramente se afirma
que la gran expectación se vuelve gran decepción.
Lo
curioso del caso es que el vacío, el aburrimiento y la poca alegría han sido
incorporados a la naturaleza de la Fiesta. Siempre han estado presentes, y
aunque nadie los desea, están detrás de las mejores sonrisas. Así es el toreo
como espectáculo: a veces brinda rosas, y
veces concede espinas, y a veces ni unas ni otras. Es cuando la
insatisfacción se adueña del escenario, y es cuando enmudecen los corazones.
Cierto:
la insatisfacción, el tedio y l aburrimiento son estados emocionales que, como
resultado de una expectativa, son aborrecibles. Pero también es cierto que el
toreo sólo puede mirarse de una manera personalizada, y siendo uno –el toreo-
tiene tantas caras como observadores lo miren. De ahí que parezca normal que
los concurrentes a las funciones taurinas vayan con la idea de asistir a una
fiesta, a una sesión –en sucesión- de emociones festivas tan notables que la
línea conservadora no contribuye mayormente al agradecimiento de la parroquia.
La diversión, quiérase o no, es parte estructural de espectáculo.
Empero
al verdadero “taurófilo” los arranques y arrebatos emocionales que emanan del
ruedo le hacen lo que el viento a Juárez toda vez que para él –el buen taurino
y aficionado- existen otros satisfactores que le proporcionan deleite y
construcción personal.
Lo
cierto es que cuando la tarde aburre el repudio colectivo, a veces expresado en
burdas manifestaciones sonoras y agresivas, en realidad no representan un odio
terminal a los actores centrales –toro y torero- pues su repudio es contra las
circunstancias que pintan la realidad de otro color. Lo cierto es que la Fiesta
tiene grandes espacios que no son autorregulables: en suma, el buen aficionado
ha aprendido a no despreciar a nada que no sea a la insatisfacción y sus
satélites: el tedio y el aburrimiento.
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