Me preguntaron por ellos, y
los recordé embebido en la memoria. Cuando afirmaron que yo era un aficionado
“viejo”, y que por tanto podía evocarlos, lleno de orgullo por mi veteranía
dibujé balbuceos de labios, y ufano exhibí un vanidoso ensanchamiento del
pecho. Con ímpetu se acomodaron en mi imaginación las formas que solicitaban
las voces.
Me preguntaron por los
“gritones” de antaño, personajes cada vez más ausentes de los tendidos de las
plazas de toros. Lo cierto es que a la velocidad del vértigo rememoré cuando la
irreverente insolencia de aquellas sonoras y estridentes exclamaciones, puntadas
llenas de ingenio, turbaban el apacible silencio de la plaza concentrada en la
esperanza de un ritual.
Es a todas luces cierto que
el “gritón” en las plazas de toros se constituye en un eslabón más dentro de la
hilarante cadena argumentativa dentro de las funciones taurinas. La respuesta
risueña de la clientela les ha brindado reconocimiento, convirtiéndolos en
“conciencia y termómetro” del ambiente de los cosos. Ello explica, y justifica,
que hoy se les extrañe máxime cuando se tiene por cierto que la risa es un
estado sereno de conciencia. Reírse en una plaza de toros es un acto valiente
de verdad pues, incluso, a veces se ríe hasta de la muerte.
Así las cosas, y puesto que
conocí a “gritones” de verdad, puedo hablar de ellos. Confieso que les admiré
ese su natural ingenio que bien podría ser la esencia de la travesura oral
cantada en un sentido de condena, o de reforzada y celebrada aprobación: y vaya
que me solazaba con las divertidas muecas de las carcajadas burlonas que se
confundían en un festejo colectivo con la permisividad moral sin oropeles.
Pero lo que más me encantaban
de aquel jolgorio era la risa producida por el doble juego semántico que, por
afinidades fonéticas, resultaba complejo distinguir las dobles interpretaciones
de un mismo hecho. Yo por viejo lo recuerdo: recuerdo lo apoteósica que
resultaba la turbulencia anímica cuando la famosa “Ampoya”, Mora de apellido,
ingeniosamente hacía a través del “grito” una inversión sospechosamente
irreverente y sorpresiva en la que el humor se resolvía en la doble
significación de lo expresado.
¡Arriba mi vejez, siempre y
cuando se traduzca como experiencia!
Lo cierto es que el folclor
en los tendidos tiene sus leyes y dispositivos de tal suerte que, según la
costumbre, los espectadores posicionados en los sitios caros se convertían en
el blanco de los dardos alegres del escarnio popular satirizados por los
gritones que, ya identificados, formaban parte habitual de la coreografía
multicolor que, según el libreto, abría opciones y variables; en consecuencia
lo normal era agitarse en enfebrecida animación ya que lo poco frecuente era
enmudecer en sorda resignación. Ante la súbita presencia sonora del grito,
pocas veces se paralizaban los resortes emocionales de los espectadores que,
rendidos ante la ocurrencia, jamás lograban reaccionar con seria notable y fría
indiferencia.
¡Arriba mi veteranía, mal
llamada vejez! La traduzco como experiencia.
Arriba los gritones
ingeniosos y ocurrentes. ¡Cuánto se les extraña! Hasta recuerdo que, siendo yo
un chaval, casi un niño – que bueno que no vivía en León, lugar en el que
absurdamente la semana pasada se decretó la ley que prohíbe a los menores de
catorce años acudir a las funciones taurinas- me veía obligado a ir al baño -¿a
qué cree usted?...¡atinó!- pues las celebradas explosiones jubilosas de los
“gritones”, en grave oposición a la solemnidad del ceremonial taurino,
convertido en rito y liturgia, se festinaban de tal manera que los “gritones” cobraban vida y celebridad hasta lograr
trascendencia social.
¡Qué tiempos aquellos don
Simón! Y gracias,… gracias a mi vejez pues por ella fue que merecí el placer de
haberlos conocido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario