La necesidad de explicarme el contexto en el que he vivido
como aficionado me sugiere tomarle al pasado el paisaje que fue. No es una
novela, ni un cuento, pero es realidad. La realidad a la que me refiero, acaso
por ser común y corriente, que no por su bajeza, tal vez parezca tosca y falta
d la delicadeza propia de una reflexión en público.
Cuando recuerdo a ciertos toreros modestísimo de antaño,
pero sobre todo a los torerillos y maletillas, tanto a los que me presentó la
literatura envuelta en aromas de romanticismo poético, como a los que en
realidad conocí, los veo dependientes de unas condiciones tan lamentables que
no es mucho decir que eran los harapos su uniforme de todos los días y las
piernas trémulas y flácidas el báculo en
el andar de su vida.
Eran hijos de padres horados, pero carentes de lo elemental,
no se diga de lujos y comodidades. Padres laboriosos, pero insuficientes sus
esfuerzos para dar d comer a la familia que, con dolorosas represalias, veía partir rumbo a la
plaza de toros San Marcos al héroe que soñaba con ser torero. Y salía a la
calle: pantalones desgarrados, camisa, si bien limpia, falta d botones, ah,
pero eso sí, liada a la cintura que cual rama quebradiza en la esbeltez de la
miseria, pálido el rostro, acusaba la con la mirada de los ojos vidriosos un
voraz deseo y apetito del pan duro que, junto a los víveres de desecho de los cuales se desprendían las regordetas
esposas d los aficionados acomodados de abultado vientre, aunque llorando de
humillación, hiberan servido para darse un colosal banquete con los mendrugos
abandonados.
Esa era una realidad, y no un cuento ni una artificiosa
novela. Los toreos modestísimos, y los maletillas de antaño, sin perder la vertical,
y enhiesta la dignidad y el orgullo, saliéndoseles el mechón alisado con saliva
debajo de una boina descolorida, y andando sin lograr esconder los dedos que
curiosos se asomaban por entre los agujeros de los tenis remendados quien sabe
cuántas veces, le presumían con varonil alegría ala “gachí” que en ellos por andrajosos
e había fijado. Soñaban ue un día presumiría ella las glorias de sus hazañas.
Y salían a la calle: salían sin rumbo, cuando no se dirigían
a la plaza de toros, y en ocasiones sin retorno, siempre al lado de los sueños,
dando la impresión de vivir en medio de una tristeza patética, y lo hacían
cabizbajos, buscando la oportunidad de torear y merecer los beneficios
económicos que les pudiera aliviar los enormes dolores del alma y los perrunos
bocados del hambre.
Esos torerillo eran personajes de los barrios populares,
tipos que olvidando las burlas se preguntaban cómo llegar, con el estómago
vacío, y el alma llena de energía, al pueblo aquel a darle tres muletazos a la
vaca que por toreada sabía latín, o al cebú reparador que de manso no tenía ni
a joroba. Y se preguntaban cómo llegar a la hacienda aquella con la ilusión de
convencer al ganadero.
Y eran largas las jornadas de polvorienta marcha las que
anticipaban la certeza de que, después del triunfo, se verían rodeados de
innumerables amigos n el porvenir. Claro, para ello harían falta multitud de
gimientes fatigas u jornadas.
Lo cierto es que los maletillas de antaño –y crea el lector
que los conocí- eran una rara y simpática mezcla sentimental y enternecedora de
aprendices de vagos y mal vivientes con pasta de ídolos y grandes señores.
¡cuánta diferencia de unos, los actuales, y los otros, los de antaño!
Y cómo olvidar a los aficionados influyentes que,
recolectando aquí y allá, juntaban dinero para ue el torerillo luciera un traje
de luces tan opaco y apagado que más que encendido entusiasmo despertaba
lástima y conmiseración.
¿Me pregunto si me equivoco cuando hablo de una realidad que
nada tiene de romántico cuento ni de
fantasiosa novela? Talvez me equivoque en la consignación verbal, pero no en el
fondo pueslos torerillos y maletillas de antaño eran otra cosa; lo,eran más
rústicos, más primitivos, más autodidactas, más, en definitiva, otra cosa.