¡Qué tiempos aquellos!
Claro: el tiempo no cambia; lo que cambia son los usos, las
modas, las costumbres, “las caras” y los cuerpos. El tiempo no cambia; es
perpetuo, eterno, continuo. Lo cierto es que en él hay ciclos pre-determinados
por la convención del calendario. Así, establecida su periodicidad, envuelta en
los rituales de piadosa liturgia, el miércoles pasado empezó la cuaresma. Y de
nuevo, encadenado como vivo de mis recuerdos, recordé aquellas ceremoniosas
cuaresmas de acusada solemnidad que viví cuando niño. Esta –la cuaresma-, a la
imaginación del pícaro lazarillo que cada niño lleva consigo, le –me- parecía
inútil, o al menos contrastante.
Me gustaba la cuaresma no por sí misma pues desde “chavo”
aborrecí los rigores penitenciales que en ella se magnificaban. Me gustaba por
otras razones: me asombraban los colores oscuros; me asombraba el desierto
ornamental en que se dejaban los templos y sus altares; me aburrían las
lentejas y el pipián; y renegaba de las promesas que, siendo públicas, tenía
que cumplir a cabalidad; y renegaba de las absurdas prohibiciones, tales como no
comer carne, no gozar con las golosinas, y no ir al cine en las funciones de
matiné. ¡Vaya suplicio!
Pero lo peor era “no
tener malos pensamientos” toda vez que la Fiesta de toros para la autoridad
paternal –maternal más bien- lo era no sólo en la mente pues de hecho lo era en
obra. Y hasta protestaba: inútilmente
protestaba que, sin haber cometido delito moral -pecado- tenía que “chutarme”
los cuarenta y tantos días de dudoso
recogimiento el doliente viacrucis en la iglesia acompañando a mi mamá y sus
hermanas –entrañables tías de bendita memoria-, lindas viejecitas que oliendo a
colonia y ataviadas con chales y vestimentas negras parecían encantadoras momias,
adustas por fuera, pero muertas de risa por dentro.
Me gustaba la cuaresma porque era el antecedente natural de
la Feria de San Marcos; me gustaba porque entre penitentes golpes de pecho,
mascarada burlona del yo pecador, al chamuco guardaba, para dejarlo escapar en
las esperadas y deseadas tres o cuatro corridas de toros que se realizaban en
abril con motivo del jolgorio de la verbena.
Lo recuerdo,… y hasta
siento que me vuelven a doler los brazos: menudos pellizcos me daban mis tías
cuando con párvula inocencia me burlaba de las matracas, sordas sustitutas de
las campanas que enmudecían en las torres de las iglesias el jueves y viernes
santo, y prefería la estridencia del clarín que, cuando había festejos en esos
días, afuera de las plaza de toros –sábado de gloria y domingo de resurrección-
sensualmente me estremecía con los “celestiales” acordes de “La Macarena”.
Primero era la abstinencia, la penitencia, la súplica
clamando el perdón de los pecados; ah, pero en seguida el borlote era
mayúsculo: se hablaba de desenfreno -el que yo conocí hasta años después
¡jajajaj!-. Era el gran juego de los bestiarios primitivos. Así, cosa lógica y
contrastante, mandaba “al diablo” a la cuaresma. ¡A los toros!
Pero había algo que con inexplicable asombro me divertía.
Era el espectáculo de la metamorfosis de los rostros humanos. De un día para
otro las caras atiesadas, las que mostraban punzante dolor espiritual, las
volvía a mirar sonrientes y expulsando dichosa algarabía. Esos rostros
compungidos y en actitud expiatoria,
siendo los mismos, eran diferentes en la feria, pero lo eran mucho más cuando
los cuerpos que los sostenían se acomodaban con nerviosa inquietud en los
tendidos de la plaza de toros San Marcos. ¡A los toros! ¡”Bendito” pecado ¿mortal? sean las festividades que se coronan
con la Fiesta de toros! ¡A los toros!